A pocos metros de la casa de mis padres, en la que transcurrió mi infancia, se encuentra la plaza Paraíso.
La postal, del año 1960, reproduce el tráfico de la época en el que el tranvía circulaba apaciblemente, bajo la mirada atenta del guardia de la circulación (marca central). Provisto de una especie de salacot blanco y encaramado en su circense púlpito, dejaba extasiados a los chicos de nuestra edad.
En la marca de la izquierda señalo el lugar en el que para el verano de 1963 se instaló un puesto de helados de temporada. Dos años después de ser tomada esta instantánea perseguía un servidor a su prima con el brío de los 7 años.
Al pasar bajo el mostrador desplegado del pequeño quiosco, me propiné un formidable golpe contra el mismo. El borbotón de sangre que cubría mi cabeza y empapaba la camisa me resultó sorprendentemente excitante y novedoso. Es más, todo lo relacionado con semejante castañazo, que fué remendado con 10 gloriosos puntos de sutura, me resultó significativamente grato. Aquel día descubrí un nuevo y agradable estado de conciencia, un leve mareo que atenuó para siempre mi visión del mundo. Una especie de suerte de baras que, si bien atemperó en parte mis actos, me hizo reconocer en numerosos episodios futuros aquellas sensaciones, pequeñas muertes cotidianas, como entrañablemente conocidas y placenteras.
Ahora, cuando se acerca el momento de llevar definitivamente el cabello rapado por la incipiente calvera, aguardo con interés el último regalo que me reserva aquel dulce día. El momento en el que salga a la luz por vez primera aquella bautismal cicatriz, cuarenta y siete años escondida entre miles de pelos creciendo al unísono.
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